04 enero 2007

Baile de máscaras

En el tradicional y superficial cotillón de Nochevieja me lo pasé bastante bien. Amigos, ropa elegante, pajaritas, algunas copas, risas y baile – sólo un poco, que el cuerpo ya no aguanta demasiados trotes –. Llegué de los primeros de mi grupo de amigos al local donde lo celebrábamos, que estaba casi vacío. Como mi pandilla no iba a tardar en llegar, opté por sentarme en la barra y tomar algo. Los primeros momentos del recién estrenado 2007 los pasé en compañía de mi amigo Johnnie Walker, que danzaba sutilmente en el vaso de cristal tallado con los tintineantes cubitos de hielo. Estaba hipnotizado por este baile, cuando a la barra se acercó un conocido del instituto al que hacía mucho que no veía. Nos saludamos efusivamente y nos intercambiamos las consabidas felicitaciones. Estaba en la misma situación que yo, esperando a sus amigos, que se retrasaban. Le invité a que se sentara y nos pusimos al día.

Desde que le perdí la pista en el Instituto había estudiado una licenciatura en Administración y Dirección de Empresas y, una vez finalizada la carrera, se había asociado con dos compañeros de facultad para montar una pequeña compañía de importación y exportación de materiales para la construcción. Las cosas no le iban mal: se había comprado un coche estupendo y estaba empezando a pagar su propia casa, un ático grande en el centro de la ciudad donde vive. El sueldo no le daba para grandes excesos, pero me despertó una punzada de sana envidia y se lo comenté entre risas y bromas acerca de su esclavitud futura con las entidades bancarias. No era millonario, me dijo, pero estaba por encima de la media de nivel de vida de muchos de los compañeros de clase de antaño. A pesar de todo, parecía triste. Lo intuí por sus gestos y el tono de sus palabras, aunque no insistí en el asunto, porque no teníamos demasiada confianza.

Como nuestros amigos se retrasaban, me invitó a otra ronda y, al abrigo de la barra – el confesionario laico de muchos – pareció abrirse un poco y contarme, entre indirectas y frases con doble sentido, que no era para nada feliz. Ante mi cara de incredulidad y mis intentos de quitarle hierro al asunto, porque la tensión comenzaba a crecer en el ambiente, tomó un trago más largo de lo habitual, respiro hondo y me dijo mirando al expositor de botellas:

- Soy homosexual

- ¿Y? No es ninguna enfermedad, y lo sabes. Hoy en día no hay tantos problemas como antes. Os podéis casar, formar una familia. Las cosas han cambiado mucho

- ¿Tú crees? En la calle es algo aceptado y, fuera de casa, no tengo problemas, pero llevo mintiéndole a mi gente toda la vida

- ¿No lo saben en casa?

- Ni lo sabrán nunca. No lo aceptan

Y me contó una historia bastante triste, para qué mentirles. Desgranó brevemente todos sus esfuerzos en el instituto por integrarse, porque se sentía distinto – episodios de los que yo recordaba vagamente algunos detalles –, la reacción de sus padres cuando veían a algún gay en televisión, escupiéndoles su desprecio y sus prejuicios, sus primeros escarceos sexuales, la búsqueda casi a escondidas de locales de ambiente en la universidad, un par de palizas de unos borrachos cuando paseaba con su novio y, sobre todo, la angustia de llevar dos vidas y ser dos personas distintas – o incluso tres – en casa, en el trabajo y en la calle. Los cambios forzados de pequeños detalles en el vestuario o en el peinado, la lucha constante por esconder el amaneramiento o una reacción demasiado sensiblera ante su familia, una situación de mentira permanente y juego de máscaras que creía que iba a permanecer inalterada para siempre o, al menos, hasta que perdiese de vista definitivamente a sus padres y hermanos. Fui incapaz de seguir la cuenta de la cantidad de punzadas que le había dado el destino y que, ante mi asombro, me contaba sin aparente dificultad. Y comprendí por qué sus grandes ojos marrones no sonreían, a pesar de que parecía llevar la vida de un triunfador.

Llegaron mis amigos y me miró con una mezcla de lástima, por interrumpir el relato, y comprensión – o quizás culpabilidad - por hacerme partícipe de sus angustias.

- Nada, que te dejo, que soy un pesado. Perdona

- Oye, que no pasa nada. Ya sabes mi teléfono si quieres hablar de algo. Y anímate que estamos de fiesta, hombre.

Se encogió de hombros, recibiendo con una sonrisa agridulce el topicazo que le lancé y por el cual me sentí despreciable casi inmediatamente. Me tendió la mano y, para compensar mi estúpido comentario, pasé de ella y le di un abrazo en el que intenté transmitirle afecto sincero y toda mi comprensión y apoyo. Le dije cerca del oído – Año nuevo, vida nueva. Anímate – y me marché con los amigos que me esperaban cerca de las mesas de buffet frío, preguntándome a mí mismo por qué le había soltado otra frase hecha, y maldiciendo mis escasas habilidades sociales cuando la situación se pone difícil.

Disfruté, como todos, del resto de la noche hasta que el alba y el chocolate con churros bajó el banderín de cuadros. En un par de ocasiones vi de lejos a mi amigo gay del instituto bailar con una chavala que llevaba un espectacular traje de color burdeos, y que le lanzaba ráfagas de encanto femenino a toneladas. Se reía y parecía disfrutar con su grupete de amigos, aunque me pregunté si era él o alguna de sus múltiples y forzadas personalidades quien estaba celebrando la entrada del Nuevo Año.

Os maldigo, miserables homófobos e intransigentes de mente estrecha. Os maldigo a todos.

4 comentarios:

Batsi dijo...

Ufff, dificil situación. Creo que aunque los homosexuales han logrado muchos derechos, no lograrán arrancar los prejuicios contra ellos. Seamos honestos: en ese punto no se ha cambiado nada la situación en el mundo. Sigue habiendo gente con mucho odio y rechazo contra ellos.

Me encantaría poder conocer a tu amigo. En lo personal no tengo ningún prejuicio contra ellos; ya lo sabés, yo misma a veces tiro la carreta hacía las mujeres :P

Un abrazo

Brithuss dijo...

Querida Ginebra:
Como ya mencioné en el post, no conozco muy profundamente a éste chico, pero sólo imaginar el infierno que debe ser mentir a quien se supone que más te quiere porque no aceptará nunca lo que eres...
Supongo que para que se acabaran éste tipo de problemas, debería inventarse urgentemente un trasplante de cerebro - y de alma también - para algunos/as. Supongo que a mi angustiado compañero de estudios le queda una larga temporada de angustia. Lo lamento por él. Y también lamento no poder hacer nada al respecto. Un besito

L.B.

Anónimo dijo...

Las cosas no son fáciles para las personas cuando se escapan del rebaño. Entre unas cosas y otras, esta sociedad se ha marcado como objetivo que todos seamos iguales, y trata de lograrlo robándonos esos momentos de felicidad que todas las ovejas disfrutan, excluyéndonos del cariño de los cercanos solo por el hecho de ser diferentes...

Si acabas siendo oveja descarriada, este mundo no está hecho para tí. Aunque las cosas poco a poco mejoren.... falta mucho todavía.

Qué de momentos buenos habrá tenido tu compañero en el amor, borrados de un plumazo por el dolor y la incomprensión con la que esta sociedad trata de acallar los pensamientos diferentes.

Gran texto, como siempre

Aitor Lourido dijo...

Hola, lord:

coincido plenamente con lo dispuesto aquí y en el post. a mí me pasó algo similar, y curiosamente mi primera respuesta/reacción fue igual de simple y lacónica: ¿Y.....?
en fin, es desgraciado, pero a veces hasta los propios homosexuales se sorprenden de que haya gente que no les reprende por confesar su sexualidad... Y eso será porque todavía la sociedad les castiga demasiado, y ni ellos confían en las bondades que le reportaría la confesión... Es triste. Un saludo a todos y feliz año nuevo.
ex-profeso.blogspot.com