06 enero 2008

Insensato

Eso es exactamente lo que soy. Ni más ni menos. Y no está mal darse cuenta. Cuando las cosas marchan razonablemente bien, no está de más una buena bofetada de realidad que te ponga en tu sitio. ¿Por qué digo esto? Pues sencillamente porque me han dado una lección.

Es domingo y, refugiado de una tarde fría, pretendo ponerme a escribir, a plasmar mis ideas y reflexiones sobre el terrorismo - el de aquí y el de fuera, ese que nos ha dejado sin Rally Lisboa Dakar - y, antes de ponerme a teclear, sin las ideas demasiado claras, debo reconocerlo, pincho en un enlace y me encuentro con el texto que sigue:

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Es de noche y llueve desde hace unos minutos sobre la sinuosa carretera de Madrid al Escorial. Clap, clap, clap, hacen los limpiaparabrisas mientras conduzco con precaución. Es sábado por la noche, el tráfico de subida hacia la sierra es intenso, y las gotas de agua y el asfalto mojado reflejan destellos de faros. Al salir de una curva, los míos iluminan a dos chicos jóvenes montados en una motillo. Van inclinados hacia delante bajo la lluvia, con los cascos puestos y pegados al lado derecho de la carretera, mientras los coches pasan cerca, salpicándolos con turbonadas de agua. Es zona de urbanizaciones, la moto es pequeña, y al dar la luz larga confirmo que los chicos deben de tener diecisiete o dieciocho años y no van equipados para la carretera. Se trata, deduzco, de dos muchachos haciendo un trayecto corto. Seguramente viven en las cercanías y se dirigen a casa de un amigo, o a uno de los multicines o complejos recreativos próximos. El aguacero los sorprendió subiendo el puerto, y avanzan lo mejor que pueden, pegado el que va de paquete a la espalda del compañero, con la resolución insensata y valerosa de su extrema juventud. Jugándose literalmente la vida a las diez de la noche, a oscuras en una carretera, bajo la lluvia, para llegar a tiempo a la cita con los compañeros de clase, la pandilla de amigos –palabra mágica– o el par de chicas con las que están citados en la hamburguesería o el cine. Y mientras, disponiéndome a adelantarlos, pongo el intermitente a la izquierda para advertir de su presencia a los coches que vienen detrás de mí, pienso que no me gustaría ser hoy la madre o el padre que vieron salir a esos chicos de casa, oyeron el tubo de escape de la moto alejándose, y ahora escuchan golpear la lluvia en los cristales.


Lluvia

Sin duda me hago viejo, pienso. Demasiado. Por alguna extraña razón, esos dos muchachos en la motillo, tozudamente inclinados hacia delante bajo la lluvia, me remueven los adentros. Hace demasiado tiempo que dejé atrás líneas de sombra y demás parafernalia moza; pero aún recuerdo lo que puede sentirse a lomos de una moto que avanza trazando curvas en la oscuridad, impulsado, como esa pareja de frágiles jinetes nocturnos, por la amistad, el amor, el deseo de aventura, la irreflexiva osadía de la juventud firme, arriesgada, segura. Y es noche de sábado, nada menos. El tiempo que hay por delante está preñado de promesas. No hay lluvia, ni carretera negra, ni turbonadas de agua pulverizada al paso de coches indiferentes que enfríe el entusiasmo de dos jóvenes de diecipocos años que cabalgan resueltos a zambullirse expectantes, gozosos, en cuanto los aguarda. En la plena vida. Tal vez, mientras la lluvia azota las viseras bajadas de sus cascos y el agua les empapa cazadoras y pantalones, presienten la música que oirán dentro de un rato, oyen la risa leal de los amigos, ven ante sí los ojos de muchachas que esta noche los mirarán a los ojos para confirmarles que el mundo es un lugar maravilloso. Quizá porque van al encuentro de todo eso los dos chicos siguen adelante sin arredrarse, con su pequeña moto. Son jóvenes, sufridos, valientes. Y se creen eternos. Inmortales.

Mientras paso a su lado, adelantándolos entre turbonadas de lluvia, los miro de soslayo y les deseo suerte. Ojalá, pareja de impávidos pardillos, lleguéis sanos y salvos allí a donde os dirijáis, y el calor de los amigos os seque las ropas mojadas, la piel fría y las manos heladas. Que valga la pena lo que estáis pasando. Que la hamburguesa esté en su punto, la cocacola lo bastante fría, las palomitas crujan, la película sea tan buena como os dijeron, la chica sonría como esperáis y se deje besar esta noche por fin, o bien os acometa y bese ella, que tanto monta. Que podáis volver a casa sobre un asfalto seco y con la gasolina suficiente para que la motillo no os deje tirados, y que los padres que ahora miran angustiados el reloj sientan el inmenso alivio de oír abrirse la puerta de la calle o vuestros pasos en el pasillo al regresar. Que todo eso os pertenezca para siempre, y que esta valerosa determinación, dos muchachos solos en la noche subiendo un puerto peligroso, inclinados tenazmente bajo la lluvia, no os abandone nunca en otras carreteras. Amén.

Con tales pensamientos termino de adelantar, pongo el intermitente a la derecha y sigo adelante mientras queda atrás, en el retrovisor, el faro solitario de la pequeña moto. Dos chicos irresponsables, tontos y valientes, me digo perdiéndolos de vista. Ojalá lleguen a donde van. Ojalá lleguen todos.

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Queridos lectores, lo que acaban de leer se titula Dos chicos y una moto, y es uno de los últimos artículos de Don Arturo Pérez Reverte, publicado el 30 de diciembre. Después de terminar la lectura, me he dado cuenta de que no puedo escribir. Hoy no, al menos.

Este señor, periodista fuera de ejercicio, integrante de la Real Academia de la Lengua y escritor de éxito me ha recordado que a mí me queda un largo, larguísimo camino por recorrer antes de hacer sentir a alguien lo que sentí yo mismo al llegar a la última línea. No quiero parecerme a él. No quiero imitarle, no se puede, además; y es una locura y un error – vital y profesional – tratar de copiar, de vivir a través de reflejo de otros... Pero envidio su capacidad, su talento y su experiencia. Lo reconozco. Y necesito un par de días para sentirme menos pequeño y tener el valor suficiente como para escribir cualquier tontería. Seguro que me comprenden. No quiero cometer ninguna insensatez, es así de sencillo.

3 comentarios:

Batsi dijo...

Bueno, por lo menos escribiste algo.

Es inevitable hacer comparaciones. Forman parte de nuestra naturaleza. Si eres una persona con una autoestima sana, esas comparaciones pueden ayudarte a ser mejor o superarte; de lo contrario, si tu autoestima está enferma, sólo servirán para acabar con tus ganas de llegar a la meta.

Si no escribes y te dejas llevar por tus dedos ante el teclado, nunca podrás recorrer el camino hacía el éxito.

Te mando un besito, mi Lord.

Brithuss dijo...

Estimada Batsi:

Gracias por tu comentario y por permanecer fiel a tus visitas a mi castillo, a pesar de todo.
Imagino que tienes razón, que las comparaciones, aunque sean inconscientes, son inevitables. No obstante, yo procuro evitarlas. Trato de tener claro quién soy y lo que quiero, aunque a veces ves/oyes/lees algunas cosas que te recuerdan lo insignificante que eres. No creo que eso sea malo, al contrario. Te muestra un modelo al que puedes tratar de aproximarte.
Salud y buenos alimentos, además de felicidad para el 2008, querida.

LB

PD: No sufras, no creo que se me quiten las ganas de escribir, a pesar de todo. ;P

Aitor Lourido dijo...

qué quieres que te diga "neng", voto a Dios que el textito de Reverte es bueno. En realidad, parece que el que conduce eres tú, y no él. Muy gráfico, magníficamente escrito.

Pero, sin ánimo de adularte insinceramente, yo he leído textos tuyos en los que ese efecto también me ha llegado, ya te lo he dicho más veces. Tú a lo tuyo. Escribe y no te amedrentes, que Reverte será mucho Reverte (pero sólo a veces...) y Brithuss es mucho Brithuss también, que yo lo sé.

Abrazos.