14 junio 2007

Etérea

Resollando como un caballo viejo y fondón, miré el cartel luminoso de la marquesina para averiguar cuánto faltaba para mi autobús, apoyado en uno de los paneles de metacrilato y acero para recuperar el aliento. Maldiciéndome a mí mismo por haber perdido el anterior, me senté a esperar estoicamente los 23 minutos reglamentarios, mientras trataba, jadeando, de convertirme en persona otra vez. “Maldita sea – me dije – la próxima vez me lanzo a la calle sin afeitar y en paz”.

Saqué de mi bolsa el MP3 y me puse a bucear entre las canciones y los álbumes que tenía guardados, tratando de decidir qué banda sonora le correspondía a aquel día. La temperatura era agradable y el sol empezaba a reclamar protagonismo, así que me decanté por un poco de bossa nova, en un absurdo intento de atraer al seco entorno castellano la sensualidad y el ensueño de Río de Janeiro. Es curioso como algunas ciudades, países, lugares... te llaman sigilosamente, como si les pertenecieras, a pesar de no haber estado nunca allí.

Después de un rato flotando imaginariamente sobre el Cristo de Corcovado, el aullido insolente de una ambulancia me devolvió de golpe a la realidad y, a pesar de mi contrariedad, sucumbí al impulso morboso de seguirla con la mirada, hasta que aparcó en la entrada de urgencias del hospital que había frente a la parada. Fueron tan sólo unos segundos pero, al centrarme otra vez en la acera bajo mis pies, por el rabillo del ojo vi que no estaba sólo y, por lo inesperado de la compañía, me sobresalté.

Era una chica joven, bien entrada la veintena, muy guapa y con aspecto neo – hippie. Llevaba ropa holgada y de tejidos aparentemente naturales, un bolso amplio hecho de retales multicolores, sandalias de cuero, el pelo negro sobre los hombros, la piel clara y unas cuantas pecas juguetonas sobre las mejillas, bajo unos ojos verdes increíbles. Me quedé enganchado en ellos un segundo, aprovechando que me miraban directamente, porque no podía creer que fueran tan bonitos. Cuando me di cuenta de que estaba sobrepasando los límites permisibles por la educación, tuve la tentación de apartar la mirada, aunque no pude. Aquellos ojos chispeantes seguían mirándome. ¿Por qué?.

Estaba tan embobado con ella que no me di cuenta de que me estaba hablando. Sus labios sonrosados se movían sin emitir sonidos. Sólo escuchaba a João Gilberto. Me quité un auricular mecánicamente, avergonzado por haber sostenido la mirada, quizás más de lo debido, y porque hubiese notado mi hipnosis temporal.

- ¿Perdona? - le dije
- Que siento haberte asustado
- Nada, no te preocupes. No te había visto. Soy bastante despistado y me pasa mucho
- Ya, yo también ando en la parra todo el día. ¿Sabes si ha pasado ya el 6?
- Pues no tengo ni idea. Yo también acabo de llegar, pero seguro que lo pone ahí – dije, señalando el panel luminoso a mi espalda
- Ah, vale. Gracias

Fueron apenas dos palabras pero en ningún momento dejó de regalarme una sonrisa franca. – ¿Quién sonríe hoy en día a un desconocido? –. Pasó frente a mí para ver los horarios y dejó a su paso una estela de un perfume fresco que no identifiqué, aunque me recordaba vagamente a algo. Andaba de manera ágil y segura, aunque delicada y sin brusquedad, como si flotase. Una vez que hubo comprobado el tiempo de espera, se sentó a mi lado, dejando un asiento libre entre ambos como prudente distancia. Sacó del bolso un libro de bolsillo bastante manoseado – El Ocho de Catherine Neville – y, apoyándose descuidadamente en el lateral de la marquesina, se dedicó a leer mientras esperaba. Cruzó las piernas al sentarse y, a este gesto, le acompañó el tintinear de un cascabel prendido en su pantalón, a la altura del tobillo. Concentrada a medias – alternaba la mirada entre las páginas y la calle, a la espera del bus – jugueteaba con una sandalia, que hacía equilibrios en entre sus dedos de los pies.

Apagué el MP3 y me centré en percibir la calidez de la energía que desprendía su presencia. Era sorprendente, pero tenía una extraña aunque agradable sensación en el estómago. Me parecía increíble que fuera real y no un hada del bosque, salida de un cuento de Andersen. Lamentablemente, su autobús llegó enseguida, por lo que se levantó, metió el libro en el bolso y me dirigió una mirada cálida y un “Chao” sonriente. Se subió al bus con gracilidad para regresar – supuse – al mundo mágico del que provenía, dejándome despiadadamente solo, con su aroma y su cascabel aún en mi cabeza. Ni toda la música del mundo pudo, desde aquel momento, arrancarme su sonrisa. Los minutos de espera se me pasaron volando.

7 comentarios:

Aitor Lourido dijo...

desde luego, qué cosas te pasan....

bueno, ya se sabe, la buena compañía femenina es insustituible, ni música ni leches... Además, ahora llega el verano y tal...

un gran abrazo

Brithuss dijo...

Querido amigo Aitor:

¡Qué puedo decir! No sé que sería de nosotros sin ellas. Respecto a lo del verano, no quiero ni imaginar los padecimientos que se me avecinan. Un fuerte abrazo. Salud y buenos alimentos

L.B.

Batsi dijo...

¡Ajaaaaaa! De conquistador, el tío. Yo también tengo pecas y le sonrío a todo el mundo... en mis días buenos :D

Muy bonito post, como sacado de una novela.

Ya te echaba de menos. Feliz fin de semana y un besito dulce

Brithuss dijo...

Querida Batsi:

Por desgracia, si fuera conquistador, mi historial amoroso sería menos vergonzoso de lo que es, aunque se agradece el cumplido. Es un placer volver. Siento teneros esperando - a los que sois fieles - tanto tiempo. Demasiadas cosas que hacer y demasiado poco tiempo. Un abrazo, salud y buenos alimentos.

L.B.

Anónimo dijo...

Hay quien se enamora 100 veces al día... Y todos nos conocemos, eh, Brithuss?
Si es que eres un crack!!!

El amigo de klaus.

Brithuss dijo...

Estimado Klaus & Cía.:

¿Enamoradizo yo? Efectivamente, nos conocemos y sí, caemos con facilidad ALGUNOS CON MÁS FACILIDAD QUE OTROS ;) Un abrazo. Salud y buenos alimentos

L.B.

Anónimo dijo...

Hola Kaisser:

A veces pasa que aunque a penas conozcas a una persona, básicamente porque no la has visto en la vida, te pasan estas cosas. A mi un día, me pasó algo parecido en la terraza del Erasmus. Estaba yo sentada con Alberto y pasó un viejecillo. No sé todavía porqué, le sonreí al pasar, él sin conocerme de nada, me devolvió su sonsrisa y desapareció.