28 febrero 2007

Confesiones y millonarios

Con la mochila al hombro y el cuerpo semi encogido, regresaba a mi casa a última hora de la tarde, procurando que el viento cortante no me molestase demasiado, a pesar de que era frío y venía acompañado de una llovizna transversal y casi invisible que no facilitaba las cosas. En mitad de un razonamiento fugaz sobre alguna tontería, como un fogonazo, recordé que había partido de fútbol televisado, así que apreté un poco el paso en busca de un bar, anticipando la agradable sensación que me proporcionarían la calefacción y una hora y media sin pensar en nada, viendo sudar en pantalla a unos millonarios, pateando un balón para ser aún más millonarios ante mi irracional embeleso.

Entré en un pequeño local que estaba en una esquina de la manzana contigua a la mía. Sólo había un cliente en la barra, además del camarero, de gesto serio y cansado, que retiraba bandejas de pinchos de los expositores y rellenaba una botella de vino con los restos de otras – espero que, al menos, de la misma marca y cosecha –. Pedí un whisky con hielo mientras hacía tiempo. El garito en cuestión no se cuenta entre mis lugares preferidos, así que era la segunda vez que entraba allí. Tenía aire añejo, con unas butacas de cuero de imitación que habían conocido tiempos mejores y que, junto a la decoración pasada de moda y algo en la atmósfera que no pude identificar ni definir, le conferían cierta pátina de bar de categoría de la década de los setenta. Ahora no podía aspirar a dar otra imagen que la real: La de un bebedero de barrio en franca decadencia, con olor a fritanga y humo de tabaco.

Cuando ya llevaba trasegado más de medio vaso, le pedí al camarero una bandejita de aceitunas y aproveché para preguntarle a qué hora empezaba el partido. Sin cambiar para nada la cara, concentrado en rellenar el lavaplatos, murmuró que era Martes y que el partido era el Miércoles. Cayendo en la cuenta de mi error y fastidiado por el espectáculo deportivo hurtado en el último momento, me dispuse a pagar mi consumición para enfrascarme en alguna lectura al abrigo de las sábanas. – Está usted invitado por el caballero – me dijo el barman al ver el billete sobre la barra de acero inoxidable, señalando al otro cliente con un gesto de cabeza. Al girarme para dar las gracias al responsable del agasajo, lo reconocí. Eramos vecinos. Me lo había encontrado alguna vez en el restaurante donde almuerzo a menudo, siempre ante un tubo de cerveza y con el cigarrillo a medio consumir entre los dedos. Cuando nos cruzamos en el ascensor, la conversación no pasa de las trivialidades de rigor. Después de hablar de manera intrascendente sobre mi despiste, hacer algún comentario sobre el fútbol, la climatología y otros temas igual de profundos, me di cuenta de que su vaso – me pareció Gin Tonic – estaba casi vacío y correspondí a su amabilidad invitándole a otra ronda. – Sólo si me acompañas – me dijo. Acepté y salvé la distancia que nos separaba.

Sin darme cuenta, y confirmando mi teoría de que las barras de los bares son los confesionarios laicos de nuestro tiempo, me vi ante la tercera o cuarta copa, escuchando las historietas de aquel gordo de mirada hundida y triste. Hijo único, había sido militar – como su padre – pero había dejado la vida castrense porque no consiguió ascender en el escalafón – enseguida me di cuenta de que no era precisamente una lumbrera –. Aprovechó las habilidades adquiridas en la división acorazada para integrarse en la vida civil como transportista y conductor de autobuses. Su mujer lo dejó, llevándose a su única hija y dejándolo al cargo de una madre viuda de ochenta años, que lo idolatra pero que no es capaz de ver el agujero en el que está metido – igual que le pasaba a él mismo –, agobiado por la depresión y el desempleo, recurriendo a los bares y al alcohol como único e irreal refugio. Con los ojos llorosos y embriagados por la nostalgia me mostró unas cuantas fotos ajadas: De su niña recién nacida – ahora una guapísima jovencita de dieciocho años –, de su juventud, con equipo completo de maniobras en la sierra de Zaragoza,... Dejé que se desahogara, porque lo estaba pidiendo a gritos sin decirlo. No hizo falta mucho para darme cuenta de que era un buen tipo, con muy mala suerte y peor actitud ante unos problemas que lo sobrepasaban. Y sentí pena por él. Sé que es una actitud un tanto condescendiente e impropia de alguien tan joven e inexperto en casi todo, pero no pude evitarlo. Aprovechando uno de esos incómodos silencios que hay en toda conversación con desconocidos, miré al inmenso espejo tras la barra y las botellas. Nuestra posición, acodados en la barra, era idéntica, con la cabeza hundida entre los hombros y los ojos vidriosos por el alcohol. Estupefacto – y medio borracho – me di cuenta de que bien podría tratarse del fantasmal reflejo de la misma persona en dos episodios vitales distintos. Uno, en mitad de la juventud, aún con sueños y esperanzas. El otro, machacado por los años y por la adversidad. Sentí un escalofrío y, excusándome con pretextos, salí de allí con una sensación extraña, desagradable, la mente nublada por el whisky y por algunas reflexiones sobre lo puta que puede ser la vida y lo caprichoso que es el destino, a veces. Creo que, al día siguiente, mi equipo de fútbol de millonarios perdió la eliminatoria. Seguro que mi vecino lo lamentó tanto como yo.

4 comentarios:

Aitor Lourido dijo...

gran Lord:

resulta gratificante volver a imbuirme en una de tus magníficas historias. has vuelto a enganchar mi atención completamente. parecía que yo estaba sentado en la barra, formando ya el trío... Magnífica prosa, amigo, magnífica prosa...

Brithuss dijo...

Dice el sabio acervo popular que la belleza está en los ojos del que mira - del que lee en este caso - aunque los cumplidos se agradecen. Un fuerte abrazo y muchísimas gracias por tu fidelidad.

L.B.

Themis dijo...

Tío, cada vez, escribes mejor.
Por cierto, ya yo sabía que compartíamos amistad con E., los dos países, la afición por el jazz y me contenta añadir el gusto por Queen.
Un abrazo.

Kaiser y Raistlin dijo...

Los solitarios de barra de bar solemos ser condescendientes con los demás abandonados; esto es así por lo que tú dices, por la extraña sensación de asimilación que llegamos a experimentar con el desgraciado que tenemos enfrente y que nos escupe sus miserias como si le quedara una hora de vida.
Reconozcamos que alguna vez seremos nosotros los delatores de nuestras miserias.

Gran relato, da gusto leerlo.

Saludos,

EK, M VIII año 32