Siempre que voy a la playa procuro elegir la llamada "temporada baja", por aquello de evitar las aglomeraciones y no tener que llevar el cuchillo entre los dientes para, tras lucha a muerte, conseguir el mejor sitio en primera línea. A pesar de ello, no siempre es posible y, no hace mucho, tuve que sumergirme en pleno paraíso dominguero, rodeado de veraneantes del más variado pelaje, entre gritos, música pachanguera y arena en la boca, lanzada por la chancleta maleducada del vendedor de bolsos de imitación de turno. Como hemos toreado en plazas peores, procuré disfrutar de la vigorizante energía solar, de la agradable brisa que ahuyentaba el calor, de la frescura del Mediterráneo y de su relajante susurro. Mientras me tomaba mi bocadillo y mi refresco, y a horcajadas en la tumbona, me fijé en los especímenes que tenía justo enfrente.
Las toallas estaban extendidas directamente sobre la arena. Encima de una de ellas se tostaba, boca abajo, una señora de unos sesenta años, con un color de piel demasiado oscuro para resultar agradable, fruto de un exceso de playa o de cabina de rayos UVA. A su lado había otra mujer, de unos cuarenta, creo que su hija o nuera, enjuta y con cara de mal humor permanente. Ambas estaban charlando de no sé que problemas en el trabajo. A unos pocos pasos, el marido, también rondando la cuarentena, estaba metido en el agua hasta el ombligo con las gafas de sol puestas, los brazos cruzados sobre el pecho y barriendo la playa con la mirada como si fuese el vigilante. No conseguí averiguar cómo, pero su peinado hacia atrás, al más puro estilo Mario Conde, permanecía impecable. Un ejecutivo madrileño, con la familia de fin de semana en la Costa del Sol, pensé entre bocado y bocado.
Sus hijos, niño y niña de unos cuatro a seis años, estaban correteando, jugueteando con la arena, tratando de hacer un castillo, gimoteando y dando saltitos de berrinche cuando no se consentía éste o aquel capricho. Dando patadas a una inmensa pelota hinchable, llegaron a suponer un riesgo para el sosiego del resto. A su manera, me dije, se lo están pasando pipa. Son niños, eso es todo.
Lo que más me llamó la atención fue la persona encargada de intentar atajar a esta "furia en miniatura". Su función primordial era entretener a los pequeños para que no molestasen a los mayores. Era una joven de unos treinta y pocos, con pantalón corto y top de punto sobre el biquini, que hablaba en voz baja. Supuse que se trataba de la "chica de servicio", por el prudente espacio dejado respecto de los "señores" y por la actitud, entre respetuosa y resignada al acercarse a las toallas, para coger un zumo para el nene o un peine para la nena. Pensé que esa figura, la de la "criada", estaba desterrada de nuestra sociedad. Pude comprobar que no era así cuando, ante mi sorpresa, la mocosa le gritó que era una estúpida por no dejar que usara la cuchara del yogur como pala en la construcción de su castillo. La joven guardó silencio y siguió a lo suyo. Para los papás, ni los pequeños ni la muchacha parecían existir. Me estremecí de indignación.
Sentí pena por ella. Por ella y por todas las personas que, como ella, fruto de la necesidad, se ven obligadas a someterse a los deseos y las órdenes de otros. Unos otros que, con la débil excusa del dinero, creen que pueden manejar como malabaristas la educación o el respeto. Horas más tarde, mientras me quitaba en la ducha la película de dominguero que se me había pegado a la piel, le di las gracias por su paciencia y por su dignidad. Mentalmente, la tranquilicé. Con un poco de suerte, esos enanos que hoy te insultan se harán mayores, le dije. Tú habrás sido testigo directo de sus infancias. Ojalá lleguen a quererte y respetarte tanto o más que a su propia madre. Creo que te lo deben.
Las toallas estaban extendidas directamente sobre la arena. Encima de una de ellas se tostaba, boca abajo, una señora de unos sesenta años, con un color de piel demasiado oscuro para resultar agradable, fruto de un exceso de playa o de cabina de rayos UVA. A su lado había otra mujer, de unos cuarenta, creo que su hija o nuera, enjuta y con cara de mal humor permanente. Ambas estaban charlando de no sé que problemas en el trabajo. A unos pocos pasos, el marido, también rondando la cuarentena, estaba metido en el agua hasta el ombligo con las gafas de sol puestas, los brazos cruzados sobre el pecho y barriendo la playa con la mirada como si fuese el vigilante. No conseguí averiguar cómo, pero su peinado hacia atrás, al más puro estilo Mario Conde, permanecía impecable. Un ejecutivo madrileño, con la familia de fin de semana en la Costa del Sol, pensé entre bocado y bocado.

Sus hijos, niño y niña de unos cuatro a seis años, estaban correteando, jugueteando con la arena, tratando de hacer un castillo, gimoteando y dando saltitos de berrinche cuando no se consentía éste o aquel capricho. Dando patadas a una inmensa pelota hinchable, llegaron a suponer un riesgo para el sosiego del resto. A su manera, me dije, se lo están pasando pipa. Son niños, eso es todo.
Lo que más me llamó la atención fue la persona encargada de intentar atajar a esta "furia en miniatura". Su función primordial era entretener a los pequeños para que no molestasen a los mayores. Era una joven de unos treinta y pocos, con pantalón corto y top de punto sobre el biquini, que hablaba en voz baja. Supuse que se trataba de la "chica de servicio", por el prudente espacio dejado respecto de los "señores" y por la actitud, entre respetuosa y resignada al acercarse a las toallas, para coger un zumo para el nene o un peine para la nena. Pensé que esa figura, la de la "criada", estaba desterrada de nuestra sociedad. Pude comprobar que no era así cuando, ante mi sorpresa, la mocosa le gritó que era una estúpida por no dejar que usara la cuchara del yogur como pala en la construcción de su castillo. La joven guardó silencio y siguió a lo suyo. Para los papás, ni los pequeños ni la muchacha parecían existir. Me estremecí de indignación.
Sentí pena por ella. Por ella y por todas las personas que, como ella, fruto de la necesidad, se ven obligadas a someterse a los deseos y las órdenes de otros. Unos otros que, con la débil excusa del dinero, creen que pueden manejar como malabaristas la educación o el respeto. Horas más tarde, mientras me quitaba en la ducha la película de dominguero que se me había pegado a la piel, le di las gracias por su paciencia y por su dignidad. Mentalmente, la tranquilicé. Con un poco de suerte, esos enanos que hoy te insultan se harán mayores, le dije. Tú habrás sido testigo directo de sus infancias. Ojalá lleguen a quererte y respetarte tanto o más que a su propia madre. Creo que te lo deben.
9 comentarios:
yo ultimamente lo he visto muchisimo, se aprovechan de la mano barata de la gente de fuera para que cuiden a sus hijos y ellos puedan seguir disfrutando de su mundo de cristal
Querido Lord B., me encanta tu artículo porque refleja esa puta realidad española que me cabrea y me pone los pelos de punta.
Conozco un caso espeluznante:
Señora colombiana de cuarenta y pocos años, sola en España (su marido vino de ilegal pero se tuvo que ir al no encontrar trabajo), cuida a dos ancianos, la señora con demencia senil y el sñor en silla de ruedas. Ella sola. Todo el día. Toda la noche. No cobra ni 500 euros. Sólo tiene libres cuatro horas los domingos. ¿Esta era la vida mejor que vino buscando?
Esta situación y otras mucho peores están ocurriendo ahora mismo muy cerca de nosotros. Creo que algo está fallando, volvemos a situaciones que han vivido mis abuelos como personal de servicio durante muchos años, y antes de ellos sus padres, y antes...
Parece que todo ha mejorado porque ahora explotamos a inmigrantes, ¿de verdad es eso mejorar?
Lord B., mis disculpas por esta arenga, pero me ha tocado la fibra sensible con este artículo.
no se porque pero ultimamente no aparecen los comentarios que te dejo...a ti te llegan o algo??
un saludo...
Querida Reina:
Precisamente lo que pretendo con estos artículos es reflejar lo que pienso y suscitar el debate, la reflexión... Así que tú tranquila, cuantas más arengas mejor. Me alegro que te haya gustado. Un saludo
L.B.
Para Codino:
Tranquilo, salvo que tengas algún problema con el proceso de verigficación, me llegan todos los comentarios, pero tengo que darles el visto bueno uno por uno (lo que se denomina moderar los comentarios) y hasta que no abro el blog, cada dos o tres días, no puedo revisar los comentarios que están sin moderar. Así que no te preocupes, aunque tarden un poco más los leo todos. Gracias por dejar comentarios, por cierto. Siempre se agradece
L.B.
Tocan ustedes mi universo diario con el temita de marras. Tengo la suerte o la desgracia de trabajar como intermediador laboral con personas en exclusión social o en riesgo de exclusión. Uno de los objetivos es el empleo de los inmigrantes. En lo que va de año he atendido a 452 personas, de las que 172 son ilegales (sí, de esas que suelta el ministerio del interior por distintos puntos de España y les dice ahí os pudráis). No pueden trabajar, no pueden alquilarse una vivienda, no acceden a ningún tipo de recurso educativo, tienen unas relaciones familiares más que jodidas (de esas no creo que hable el Papa en Valencia) y se ven abocados a practicar la mendicidad, el trapicheo con drogas, el robo (esos chalets de los ricos que dicen que no tienen dinero) o ser explotados en trabajos de servicio doméstico. Todavía hay "empleadores" que me comentan que ya es bastante que va a comer y a dormir en la casa como para que encima cobren (y yo pienso, eso te tenían que hacer a ti hijo de puta).
Perdón, ¿me he pasado?
Más sinceridad de esta es la hace falta en la sociedad actual. Un fantástico comment de una fantástica persona. No esperaba menos.
Lord B.: cada vez me cuesta más lo de la verification.
En vista de la aclamación popular, desde este momento queda suprimida la verificación de comentarios. Espero que acojáis la medida con algarabía y alborozo. Por cierto, Octavio, tu comentario, lapidario cual sentencia judicial. Se nota que sabes de qué hablas.
L.B.
Muchas gracias por la supresión, con medidas así te vas a hacer el namber guan de Blogalaxia.
Un saludo sin verificar.
Publicar un comentario