
Desafiando el alto grado de toxiciudad de Madrid, que diría un amigo, provocado por el espíritu de zapador frustrado de Ruiz Gallardón, el pasado fin de semana me he dado un salto por la capital, una visita relámpago. ¡Hay que ver cómo está Madrid! Es una pena que las grúas y las hormigoneras estén engullendo por momentos el encanto madrileño, aunque algunas zonas del centro conservan su espíritu. Vida y cosmopolitismo rebosan por algunas esquinas. La Gran Vía es lo que siempre ha sido: una arteria que late al ritmo de un corazón cada vez más heterogéneo y multicultural, un ir y venir de historias anónimas que confunden sus pasos apresurados con el murmullo del tráfico. Algunas señas de identidad urbanas no pueden ser silenciadas ni siquiera por el más escandaloso de los martillos neumáticos.
En medio del frenesí castizo en Gran vía, encontré un remanso de tranquilidad en el edificio de la Fundación Telefónica - si es que la mención de la compañía puede dar tranquilidad a alguien -. Allí, hasta el día 21 de mayo, el fotógrafo Chema Madoz expone algunas de sus creaciones más importantes de los últimos cinco años. Me resulta difícil explicar en palabras el arte de Madoz a quien no conozca su obra. Su inteligencia y sutileza tan solo pueden apreciarse del todo viendo su trabajo, así que, quien no haya oído hablar nunca de él, puede ver algunas muestras de su genio visitando su página web o acudiendo directamente a la exposición que tuve la suerte de visitar el sábado. También hay libros y catálogos a la venta. Lo recomiendo vivamente.
Pero no fue la originalidad de la obra de Madoz, ni la belleza del edificio lo que me reconcilió un rato con el mundo. En la exposición, casi inadvertidos entre los distintos visitantes, había un hombre de mediana edad acompañado de una niña. Treinta y cinco o cuarenta él, entre cinco y siete ella. Estaban sentados en los bancos dispuestos en la sala para descansar. Con un tono de voz suave, casi un susurro, y con un cariño y una ternura que me conmovieron, el hombre desgranaba cada detalle de las obras, usando palabras sencillas y preguntándole a la niña cada poco si entendía las explicaciones. Los ojos de la pequeñaja de coletas estaban abiertos como platos, totalmente concentrada. Casi podía verse desde fuera cómo absorbía los conocimientos transmitidos con paciencia y delicadeza. Me los crucé a ambos un par de veces más, y lo mejor de todo era que el proceso de aprendizaje era todo un juego para la pequeña. Con un gritito ahogado y una risita, celebraba los aciertos a las adivinanzas que, el que supongo era su papá, le hacía cerca del oído para evaluar su capacidad de comprensión. Padre e hija estaban jugando y disfrutaban. Junto a la salida, mientras me sumergía otra vez en las venas de asfalto de Madrid, pude oír cómo la niña, exaltada, decía: las que mas me gustaron fueron esta, y esa de ahí y esa otra del cubito de hielo que vimos antes y también....
Me acordé inmediatamente de la Ministra de Educación y Ciencia - la saliente y la entrante - la nueva Ley Orgánica de Educación, de aprobación reciente y las altas cifras de fracaso escolar que esgrimen preocupados los responsables de colegios, asociaciones de padres y demás. La educación de calidad no solo se imparte en las aulas. Empieza y termina dentro de casa y eso no hay dios que lo cambie. Lo del colegio es sólo un porcentaje mínimo. Hasta que no seamos conscientes de esto y pongamos de nuestra parte... más charanga y pandereta para todos. Una mocosa de coletas ya lo ha aprendido sin darse cuenta, pero supongo que en un mundo perfecto tampoco habría andamios, hierros ni sacos de cemento junto a los parques.
En medio del frenesí castizo en Gran vía, encontré un remanso de tranquilidad en el edificio de la Fundación Telefónica - si es que la mención de la compañía puede dar tranquilidad a alguien -. Allí, hasta el día 21 de mayo, el fotógrafo Chema Madoz expone algunas de sus creaciones más importantes de los últimos cinco años. Me resulta difícil explicar en palabras el arte de Madoz a quien no conozca su obra. Su inteligencia y sutileza tan solo pueden apreciarse del todo viendo su trabajo, así que, quien no haya oído hablar nunca de él, puede ver algunas muestras de su genio visitando su página web o acudiendo directamente a la exposición que tuve la suerte de visitar el sábado. También hay libros y catálogos a la venta. Lo recomiendo vivamente.
Pero no fue la originalidad de la obra de Madoz, ni la belleza del edificio lo que me reconcilió un rato con el mundo. En la exposición, casi inadvertidos entre los distintos visitantes, había un hombre de mediana edad acompañado de una niña. Treinta y cinco o cuarenta él, entre cinco y siete ella. Estaban sentados en los bancos dispuestos en la sala para descansar. Con un tono de voz suave, casi un susurro, y con un cariño y una ternura que me conmovieron, el hombre desgranaba cada detalle de las obras, usando palabras sencillas y preguntándole a la niña cada poco si entendía las explicaciones. Los ojos de la pequeñaja de coletas estaban abiertos como platos, totalmente concentrada. Casi podía verse desde fuera cómo absorbía los conocimientos transmitidos con paciencia y delicadeza. Me los crucé a ambos un par de veces más, y lo mejor de todo era que el proceso de aprendizaje era todo un juego para la pequeña. Con un gritito ahogado y una risita, celebraba los aciertos a las adivinanzas que, el que supongo era su papá, le hacía cerca del oído para evaluar su capacidad de comprensión. Padre e hija estaban jugando y disfrutaban. Junto a la salida, mientras me sumergía otra vez en las venas de asfalto de Madrid, pude oír cómo la niña, exaltada, decía: las que mas me gustaron fueron esta, y esa de ahí y esa otra del cubito de hielo que vimos antes y también....
Me acordé inmediatamente de la Ministra de Educación y Ciencia - la saliente y la entrante - la nueva Ley Orgánica de Educación, de aprobación reciente y las altas cifras de fracaso escolar que esgrimen preocupados los responsables de colegios, asociaciones de padres y demás. La educación de calidad no solo se imparte en las aulas. Empieza y termina dentro de casa y eso no hay dios que lo cambie. Lo del colegio es sólo un porcentaje mínimo. Hasta que no seamos conscientes de esto y pongamos de nuestra parte... más charanga y pandereta para todos. Una mocosa de coletas ya lo ha aprendido sin darse cuenta, pero supongo que en un mundo perfecto tampoco habría andamios, hierros ni sacos de cemento junto a los parques.
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